12 de octubre de 2010

Amor inconcluso

Desde que la conoció le impactó. Fueron dos o tres frases mientras ella entregaba un tiquete de autobús. Desde ahí no le pudo quitar los ojos de encima. Ella era poseedora de una hermosa melena castaña que le caía por debajo de los hombros. Sus ojos miel eran cautivadores y su sonrisa, cálida.

Una semana después, él no podía sacarla de su mente. No podía creer lo que le pasaba. Se estaba enamorando. Ruleiro Cuevas era un mujeriego por naturaleza, le encantaban las mujeres, y él le encantaba a las mujeres. Era por eso que no se podía permitir enamorarse de una. Mucho menos, ser pareja de una. Simplemente no estaba en su mapa, ni en sus planes, y mucho menos en su naturaleza de conquistador.

Cada noche pensaba en lo que podía hacer. Se daba ideas. Anotaba en su libreta. Permanecía despierto a causa de ella. Al día siguiente, la vio llegar y no podía creer lo que veía, ya que ella, la mujer del momento para él, era ya la prometida de otro hombre. Ese otro hombre no representaba una competencia para él, por lo que pasó aún más noches en vela pensando el por qué de su compromiso. "Tal vez ella está de encargo", se decía, pero era difícil que ese cuerpo tan delineado y esbelto, se estuviera preparando para la maternidad. Simplemente, Ruleiro, estaba confundido... y enamorado, hay que agregar.

Ella le sonreía, tenía una actitud amable y alegre con él. Sus miradas se cruzaban de vez en cuando, pero Ruleiro no pensó que ella, también guardaba algunos sentimientos por él. El tiempo tuvo que pasar hasta la fiesta de fin de año de la compañía de autobuses. Se sentaron juntos. Fue la primera vez que pudieron platicar, la primera vez que sus piernas se tocaron, y la primera vez que terminaron juntos en una cama. Ella no lo podía creer, Ruleiro tampoco. Estaban felices, salieron como si fueran pareja, y el día tuvo que terminar. Se despidieron con un suave beso, se dieron los buenos deseos y un abrazo.

Cuando regresaron a trabajar pasadas las fiestas, Ruleiro supo que ella no había cancelado su compromiso con aquel hombre. Dejó de hablarle. Ella no entendía que sucedía, pero trataba de entender, de hablar con él, de decirle que estaba dispuesta a dejar todo por él. Ruleiro se apartó. Ella lloró exactamente dieciocho horas, cuarenta y tres minutos, y diez segundos por él. Después se dijo que jamás pondría sus ojos en un Don Juan como él, y decidió seguir adelante con sus planes de boda.

Ella se casó el 4 de marzo de 1974. Todavía trabaja en la compañía de autobuses. Ruleiro aún la quiere, y la mira de lejos cuando ella no se da cuenta.

3 de octubre de 2010

Ella

Ella se reía incontrolablemente de mí. Era bella, no he de negarlo, pero su risa me incomodaba. Mientras bajaba las escaleras que conducían a la biblioteca, la encontré de nuevo. Estaba dentro del espejo y después de intercambiar miradas, la risa comenzó; esta vez hasta llegar al llanto, a tirarse al piso, a jalarse el pelo, a gritar. No entendía que le podía causar tanta gracia en mi persona, incluso, no me parecía una risa graciosa, de esas que parecen que se ríen con uno. No, ella, se reía de mí.

Pasaron algunos días, y la volví a encontrar en el portal de aquella suntuosa biblioteca. Ella con un vestido caro y elegante, con tacones altos y peinado de salón. En el momento que me vió dijo que mi rostro reflejaba la torpeza del mundo y explotó en risas hasta que se tiró al piso, ensució el vestido, se deshizo el peinado de salón. Yo la observaba. Se levantó con gracia y entre risas me dijo que nunca llegaría a ninguna parte así.

Al regresar a casa, la volví a encontrar dentro del espejo. No pude evitar mirar esa sonrisa, que esta a punto de explotar en carcajada, en burla. Mientras le ponía una manta encima al espejo, su risotada se escuchó en toda la casa. Corrí y me envolví en una frazada, para no escucharla, para no verla, porque la odiaba. Me levanté del sillón, me apresuré hacia el ático y tomé un martillo para romper el espejo, pero ella escapó al siguiente espejo que encontró dentro de la casa. La perseguí, martillo en mano, y no sé si lo que quería era romper todos los espejos o matarla por fin. Sus carcajadas llenaban la casa, y solo me recordaba mis fracasos, mis errores, y lo que nunca había podido hacer. Después de romper todos los espejos en la casa, me detuve a llorar. Mis lágrimas y mi sollozo llenaban el lugar, cuando de pronto escuché una risita malintencionada, venía del recibidor.

Recordé aquel espejo pequeñito que mi abuela me había traído de Europa, y me acerqué. Esta vez con toda la determinación para matarla de un buen martillazo en el espejo, ya que sus burlas habían ido al límite.

Me detuve al ver la horrorizante escena frente a mí en el espejo:

Ella era yo.