30 de diciembre de 2010

Confesiones de un infiel

Fue fácil. Dos miradas y seis copas después la llevé a mi cama. Cabello negro largo rizado, unos pechos de diosa, una cintura pequeña, y un deleite en la alcoba. No recuerdo su nombre, no duró mucho. Terminada la acción, le pedí que se vistiera y se marchara. Me gritó algunos improperios y se fue sonando sus tacones altos. Al día siguiente me enredé con una vedette de pechos enormes que vestía nada más que un atractivo "lingerie" de cuerpo entero con orificios en lugares estratégicos. No pasó mucho para que yo le pidiera un privado y viendo a un hombre de tamaños como yo, se animara, gritara y hasta se dignara a besarme. No sé por qué lo hago y si lo escribo es porque pienso que de alguna manera me limpiaré confesándole esto a cualquiera, a un extraño que encuentre esta libreta, tirada, abandonada en la calle. La tomará y leerá las memorias de mi vida, un mujeriego empedernido. Un don nadie. Un cobarde que le miente a su esposa, y guarda su anillo en la gaveta del escritorio de la oficina, mientras decide que hacer lo que resta de la noche.

Me he enredado con siete vedettes y veinticuatro extrañas en los últimos tres meses. Hace dos semanas, con una novicia. Debo decir que eso no estaba planeado, pero era una de las amigas de mi hija que venía a despedirse para irse al convento. La convencí explicándole que debería probar a un hombre por lo menos una vez en la vida. No era tan pequeña como para que esto haya sido un delito, y no era tan inexperta juzgando su desempeño. Me divertí y creo que ella también. Me gusta probar mujeres aunque cada mujer que me prueba tiene siempre lo mismo. Hace mucho que no hago esfuerzo alguno para conocer mujeres, y eso de cierta manera me ha creado un vacío. Lleno de todas las cosas que la vida te puede dar, una casa con piscina, un auto deportivo, una carrera profesional envidiable. Todo, por eso ellas caen. Creen que soy soltero, creen también que ellas serán esa mujer que me hará ver diferente el brillo del sol, o el color del cielo y correré a pedir su mano. Creen que son esa mujer que me dará el mejor "sexo de mi vida" y que por eso correré a casarme con ellas. Creen que serán las que eventualmente disfrutarán de mis bienes materiales, y podrán comprar una esclava de oro el día que les venga en gana. No es así. Soy un pobre diablo, y hace siete años que no hago otra cosa que coger mujeres. Ahora es como si una parte de mí se hubiera apagado y solo busco conocer cuerpos. Los he encontrado de los más raros a los más bellos, pasando por los perfectamente moficados. Un poco de bisturí por aquí y por allá y es la mujer más perfecta que has visto. Al otro día he encontrado sobre mi lecho restos de extensiones de cabello, rellenos de sostén, brillos, sábanas manchadas de bronceador. Sin embargo, no he conocido una mujer que me cautive, bueno, que me deje pensando en ella pasada la acción. Regreso todas las mañanas a la oficina, la cual tiene mi escritorio, sobre el cual se encuentra la fotografía de mi esposa con mis hijos, y al verlos, abro la gaveta, saco el anillo y me lo vuelvo a poner. Después entra mi secretaria y no me puedo resistir a esa falda ceñida que no me deja ver mucho, me le acerco, le hago una insinuación. Ella sonríe. Nos metemos al cuarto de copiado y mientras ella desabotona su blusa, vuelvo a guardar el anillo en mi bolsa del pantalón. Qué pobre diablo, qué cobarde. Ya no miro a mi esposa a los ojos, e invento pretextos baratos para justificar mis faltas al hogar. Se que ella se siente sola, pero no puedo evitarlo. Soy un cobarde que desde hace siete años se comparte con mujeres, con todas, con cualquiera. Y apesar de la inagotable búsqueda de placer, jamás lo he sentido. Soy yo, un pobre diablo que no le ha hecho el amor a su esposa en siete años, porque no sabe qué hacer con la culpa que carga sobre sus hombros, porque cree que escribiendo sus reprobables actos llegará a algún lado, que recuperará algo de lo perdido, algún pedazo de la mirada triste de su esposa que él mismo rompió.

2 de diciembre de 2010

La estudiante

La maestra enseñaba con empero a los niños. El abc, y el 123, eran lecciones que todos tenían que aprender. Pancha la cucaracha, paseaba por el salón cuando la escuchó. Las letras la enamoraron, y gracias a eso aprendió a esquivar las trampas amarillas que decían "Veneno" y estaban regadas por toda la escuela, ya que los pobrecitos niños vivían azotados por plagas, cuando no eran liendres, eran grillos, o ahora, en la época de primavera, cucarachas.

Pancha se las ingenió bastante bien para asistir a clases. Comenzó a aprender sobre la historia del mundo, y se sorprendía del actuar humano. Supo dónde estaba África y también París. Conoció el Nilo y las cataratas del Niagara en imágenes. Hasta hizo una amiguita, quien le dejaba migas de pan para que pudiera desayunar. Así pasaron días, semanas, y meses.

Un día la maestra hizo una pregunta mientras enseñaba sobre ciencias naturales. Ningún niño sabía la respuesta. Pancha comenzó a brincar y a gritar diciendo: "Yo la sé maestra, ¡Yo la sé!" La pequeña cucaracha había olvidado que la profesora no entendía su lenguaje. En un acto de reflejo, la maestra aventó el borrador del pizarrón aplastando a Pancha, quien quedó hecha puré.

Pancha murió el 3 de julio de 1995, tres días antes de concluir el quinto año de primaria.